Siempre hay algo bueno

Cuando me mudé de casa de mis padres a esta nueva casa, me traje el brasero y otras pertenencias, que ya consideraba mías tras un largo uso. Soy enfermera, o mejor dicho, lo era. Serví en el frente durante la guerra civil, en un hospital de campaña. Un bombardeo casi acabó con mi vida. La onda expansiva me lanzó por los aires al mismo tiempo que hacía estallar mis tímpanos. Salvaron mi vida, pero perdí irremediablemente el sentido del oído. Mi mundo se volvió silencio, volví a casa, pero no volví a escuchar la voz de mis seres queridos, tuve que aprender a leer los labios y no pude volver a ejercer mi profesión. Lo peor fue al principio, con todo mi cuerpo herido y esos grandes dolores que me impedían descansar. Con los ojos cerrados me era imposible saber si algún sanitario se acercaba para atenderme o entender el diagnóstico de los médicos. Era desesperante y me hundía en un estado de ánimo depresivo. Estaba de muy mal humor. Gritaba y no obtenía respuesta. Poco a poco me fui recuperando de mis heridas en un sanatorio. Una enfermera me ayudó a sobrellevarlo, haciéndome comprender que otros habían pasado por eso y habían rehecho su vida, no sin esfuerzo, pero con buen ánimo. Además, tal vez hubiera sido peor perder una pierna o un brazo, o quedar desfigurada para siempre. Siempre hay algo peor, y además, me decía, siempre: siempre hay algo bueno detrás de todo lo malo, a modo de refrán, aunque en ese momento no entendía para nada qué podía haber de bueno en mi desgracia. 

En el sanatorio me orientaron a un centro para aprender lectura labial. Se trataba de adivinar lo que estaba diciendo una persona mirando los movimientos de su boca mientras hablaba, aunque en realidad no solo la boca, sino toda la cara, los gestos, las expresiones del rostro, etc. El esfuerzo era grande, porque en realidad solo era capaz de entender un 30% de las palabras y tenía que adivinar el sentido de las frases por el contexto y la expresión facial de mi interlocutor. Además, cuando había poca luz, era mucho más difícil distinguir con cierta precisión el movimiento de los labios. Así que me lancé a aprender la lengua de signos. Fue de gran ayuda para relacionarme con otras personas sordas o que frecuentaban a personas con esta discapacidad. La verdad es que me abrió un mundo de posibilidades comunicativas.

Después de diez años desde lo ocurrido y saliendo ya de los duros años de postguerra, las gentes habían reconstruido sus vidas y por fin vislumbraban la manera de salir a flote, encontrar trabajo, seguir viviendo, sin olvidar, pero siguiendo adelante. 

A mis treinta y cinco años, sorda, me mudé en esa época a Madrid, con el brasero y otras pertenencias, habiendo conseguido un trabajo en la biblioteca nacional, donde clasificaba documentos antiguos y velaba por su conservación. Allí se respiraba silencio, no solo mi propio silencio. Era de obligado cumplimiento el hablar quedo, incluso entre las paredes de los pequeños despachos. Para mi era igual, lo único que necesitaba era que mis compañeros me miraran al hablar. Ellos lo sabían y procuraban recordarlo. 

Un día, mientras estaba concentrada en mi tarea de reponer los libros en las estanterías de la zona abierta al público, percibí por el rabillo del ojo que se acercaba a mi una persona. Me giré hacía él, era un hombre de unos cuarenta años, con unas gafas de cristales muy gruesos que le empequeñecían los ojos de manera extraordinaria. Había empezado a hablar antes de que pudiera concentrarme en el movimiento de sus labios. Le rogué que volviera a empezar, indicándole que era sorda. El hombre se disculpó y me preguntó, despacio, si en la biblioteca había alguna lupa de aumento, ya que había olvidado la suya en casa y le era imposible leer aun con las gafas. Tenía una muy baja visión e incluso usaba bastón para desplazarse con más seguridad. 

Lo acompañé a un sillón y le pedí que esperara mientras iba en busca de una lupa de aumento a los laboratorios. Se llamaba Joaquín y desde aquel día frecuentó a diario la biblioteca. Le gustaban las novelas y le apreciaba mis sugerencias. Sin que él lo supiera, le seleccionaba, de entre mis preferencias, aquellas ediciones impresas en letra lo más grande posible, para facilitarle la lectura. Al final de la tarde siempre me agradecía con mucha amabilidad la ayuda que le prestaba y comentábamos brevemente la lectura de aquél día. 

Una tarde, Joaquín me propuso invitarme a un café al salir del trabajo. Acepté encantada, ya que me parecía una persona amable, con sentido del humor y además me inspiraba mucha ternura. Esperó a que fuera la hora de cerrar la biblioteca y nos encaminamos a un café cercano. Hacía frío fuera y fue muy confortable notar el ambiente caldeado de la cafetería y el olor inconfundible del buen café. 

Esa tarde me contó que su problema de vista provenía de heridas de guerra, como ocurría com mi sordera. Le conté también cómo fue lo mío. Después de relatarnos nuestros episodios más tristes, pasamos a contarnos anécdotas divertidas relacionadas con nuestro handicap y nos reímos mucho. 

Tras este encuentro llegaron otros, cafés, paseos... cada uno teníamos muy en cuenta la discapacidad del otro, de manera que yo le contaba los detalles de paisajes, o cuadros de los museos, mientras que él me decía si en algún lugar se oía música u otros sonidos que pudieran completar mi percepción del entorno. 

Me empecé a preocupar por la accesibilidad de la biblioteca, poniendo de manifiesto a mis superiores la necesidad de dotar a algunas mesas del salón general de lectura de lupas de aumento fijas para las personas con baja visión, además de la adquisición de libros en Braille y grabaciones sonoras de todo tipo que pudieran escucharse en cabinas de audición.

Nuestra amistad derivó rápidamente en una atracción que nos llevaba a estar juntos el mayor tiempo posible. Joaquín me declaró su amor a los dos meses de conocernos. Por entonces yo ya le amaba con toda mi alma. Veinte años después seguimos juntos, y no podríamos ser más felices. Tal vez de no ser por nuestras heridas de guerra no nos hubiéramos conocido. A veces pienso en aquella enfermera que me decía siempre hay algo bueno detrás de todo lo malo. Me gustaría decirle que tenía toda la razón.

_____

Esta es mi contribución a los 52 retos de escritura de Literup. Reto 39: Narra un cuento en primera persona protagonizado por una persona sorda. 

Comentarios

Publicar un comentario