Las vacaciones en Sicilia, visitando los palacios del XVII y XVIII en Siracusa, Catania y Palermo, me trasladaron inevitablemente a la escena del baile del Gatopardo, la gran película de Visconti, basada en la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Me fascinaba el lujo en que vivió la aristocracia de la segunda mitad del XIX, aun estando en decadencia a causa del auge de un nuevo orden social que llegó de la mano de Garibaldi y la unificación de Italia.
Mi cicerone italiano, mi prometido desde hacía unos meses, divertido ante el interés que mostraba por esa época, me llevó una noche a un oscuro palazzo en el viejo barrio de Ortigia, en Siracusa. La entrada de carruajes desembocaba en un gran patio con una escalinata de mármol iluminada con candelabros. La sensación era inquietante y fantasmagórica. Me agarré fuertemente a su brazo. Fabrizio me susurró: —No temas.
Subimos hasta el primer piso. Una enorme puerta de madera noble, con grandes picaportes dorados, ocupaba un basto rellano con pavimento y paredes de mármol. Nos abrió la puerta un mayordomo con guantes blancos. Otro palacio de época, los suelos alfombrados, las paredes decoradas con pinturas del XVIII y grandes espejos. El mobiliario se componía de grandes sillones tapizados, antiguos aparadores, mesas de estilo imperio. Los techos pintados con querubines y escenas mitológicas, la gran araña de cristal de Murano colgando en el gran salón.
Todo parecía salido de la película de Visconti, pero ante mí no aparecieron ni las damas de amplios vestidos de época, ni los duques, condes y príncipes con uniforme de gala. Los invitados de aquella fiesta, porque sin duda era una fiesta, un gran baile, con orquesta en chaqué tocando antiguos valses, vestían elegantes trajes de noche, bebían espumoso en finas copas, charlaban entre ellos, de pie o sentados en frágiles sillas doradas sobre alfombras, que si uno se fijaba, se veían más bien raídas. Entre ellos, camareros de librea y guante blanco circulaban ofreciendo bandejas de canapés a los invitados. En la parte central del gran salón, las parejas más animadas giraban al compás del vals.
Candelabros en los aparadores iluminaban la escena, multiplicada su luz hasta el infinito gracias a los grandes espejos enmarcados en estilo rococó que cubrían las paredes de la estancia.
Se acercó a nosotros el anfitrión, un caballero de pelo cano y grandes bigotes, muy entrado en años, pero con una elegancia innata, en el porte y en el habla. Saludo a Fabrizio con gran efusión y a continuación fui presentada al príncipe de Salina, que tomó con caballerosidad mi mano y agachó la frente con saludo ceremonioso.
Ahí estaban los antiguos supervivientes de la aristocracia siciliana, reencontrándose cada cierto tiempo para resucitar una estirpe en absoluta decadencia. La mayoría vivían en el exilio, en Paris o Nueva York, donde se afincaron sus ascendientes tras vender sus posesiones en la isla, cuando se hizo imposible seguir viviendo al viejo estilo de la nobleza de alto abolengo. Me fijé bien en sus rostros, las mujeres bajo gruesas capas de maquillaje tratando en vano de esconder las arrugas marcadas en sus rostros. Los hombres calvos o canosos, barrigudos y gibosos, fumaban puros habanos. No había apenas jóvenes, la media de edad era realmente avanzada.
Los músicos alternaban polca, contradanza, mazurca y vals. Una multitud de parejas danzaban, conocedoras de los pasos de baile, aunque a menudo abandonaban antes de finalizar la pieza y se retiraban a descansar en las sillas y sillones que cubrían el perímetro del gran salón.
Fabrizio desapareció sin previo aviso y me quedé sola, sentada en una silla tapizada en rojo. Me inquietó que tardara tanto. Un camarero se acercó y me entregó, inclinándose en una reverencia, una nota en un pequeño sobre. Era de Fabrizio, decía que me esperaba en el portal. El camarero me acompañó hasta la puerta y me vi en el oscuro rellano. Bajé las escaleras de mármol hasta el patio, pero Fabrizio no estaba. Salí a la calle. Tampoco estaba. La oscuridad de la calle me inquietaba enormemente y decidí no esperar allí. Dirigí mis pasos en dirección a una calle más transitada. El empededrado de las calles brillaba a la luz de las farolas. Mis pasos decididos resonaban con fuerza. Una sombra surgió de una esquina. Me asusté y corrí, pero oí que gritaba mi nombre y me detuve. Miré atrás. Era Fabrizio.
—¿Qué haces? ¿Por qué no me esperaste en el portal?
—No quise asustarte, disculpa. Recordé que por aquí estaba una fuente antigua y me alejé buscándola.
—¿De qué conoces a esta gente?
—Querida, tengo que decirte algo, yo soy el último descendiente del príncipe de Lampedusa.
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Esta es mi aportación a los 52 retos de escritura para el 2020, de Literup.
RETO 1. Haz una historia sobre un baile multitudinario.
Hola, Me ha gustado como nos introduces una una escena de lujo y sofisticación para cambiarla de pronto por otra diferente. Sin perder el interés del retato hasta el final. Me ha gustado.
ResponderEliminar¡Feliz año!