Aquel verano de 1993, durante el viaje de vacaciones por Ecuador, hicimos estancia en Puerto de Misahuallí, una población rural de la provincia de Napo, en la selva. Nos alojamos en un hotelito de dos plantas a medio acabar. En la habitación principal faltaba la barandilla del balcón, y apenas había muebles: una cama de matrimonio con mosquitera y una silla. De hecho, éramos los primeros huéspedes que recibía el hotel. El dueño, Kepa, era vasco. Había llegado al lugar hacía tiempo, organizaba excursiones para turistas y ahora intentaba entrar en el negocio de la hostelería. No le sería difícil. En aquella pequeña aldea, los pocos turistas que llegaban con la intención de entrar en la selva, no tenían otro remedio que alojarse en chozas de adobe y techo de uralita sin agua ni luz. Dejamos las mochilas y bajamos a la calle principal del pueblo. Kepa nos acompañó hasta su negocio, una pequeña choza de madera en la calle principal, con un gran cartel con publicidad de las excursiones que organizaba. Ese mismo día embarcamos con él en una canoa, río arriba. Desembarcamos a los pies de un sendero trazado en plena selva. Nos explicó que casi a diario tenía que despejar el camino porque la selva lo devoraba todo en pocas horas. Tal era la exuberancia de la zona. El clima, muy húmedo y caluroso. Ya nos habían advertido de que vistiéramos con ropa ligera pero con mangas, brazos y cuello cubiertos, ya que los mosquitos te acribillaban instantáneamente. Esperábamos ver a los llamados monos capuchinos, pero la biodiversidad de la selva alta nos depararía muchas más sorpresas: tucanes, mariposas bellísimas, hormigas gigantes, centenares, formando espectaculares caminos cargando hojas... Nos dijo que tuviéramos cuidado con las serpientes, ya que eran venenosas, pero por suerte no dimos con ningún ejemplar. Estuve muy atenta durante todo el camino a dónde pisaba. Lo pasé muy mal con las arañas, enormes. Sufro de aracnofobia desde pequeña. Kepa no les daba ninguna importancia, pero yo temblaba sólo de imaginarlas. Junto al sendero, vimos un enorme ejemplar de 25 cm, peluda y gruesa, negra, con las patas extendidas, esperando pacientemente a sus presas en el centro de una gran telaraña. –Una hembra –nos informó Kepa, señalándola con un palo– No se asusten, sólo son depredadoras de pequeños animales. En el abdomen tienen glándulas ventosas que sirven para paralizar a las presas. Pero tengan cuidado.... son venenosas.
Me quedé con la duda de si bromeaba o no, ya que soltó una carcajada. En cualquier caso, me sentía auténticamente paralizada, agarrada con fuerza a mi novio, Juan, que sabiendo el pavor que experimento ante los arácnidos, me envolvió con su brazo y me ayudó a continuar. A los pocos metros, le pidió a Kepa que regresáramos.
Una vez de vuelta al hotel, después de reponerme con un refresco y una cena ligera, me eché en la cama, con la mosquitera puesta para evitar las picaduras de los omnipresentes insectos. Juan estaba en el baño, lavándose. Repasé mentalmente las vivencias del día, visualicé la araña de la selva, sintiendo de nuevo escalofríos. De pronto, me incorporé, alarmada. Miré bajo las sábanas. Nada. Giré la cabeza, despacio, hacia la almohada. Con un movimiento instintivo y súbito, retiré el cojín y allí estaba: una araña de la misma especie, de unos 9 cm, horrible, amenazadora. Grité en un ataque de pánico, intentando escapar de la trampa en que se había convertido la mosquitera. No daba con la apertura. Juan salió del baño inmediatamente. Me sacó de allí e intentó tranquilizarme sin éxito. El dueño del hotel nos ofreció otra habitación. Juan se mantuvo despierto toda la noche, junto a mí, en una silla. No quería meterme en ninguna otra cama. Al día siguiente nos fuimos de allí, y aunque han pasado muchos años, en mis peores y recurrentes pesadillas, siempre aparecen ellas, las arañas, enormes y amenazantes, repugnantes, venenosas.
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Esta es mi aportación a los 52 retos de escritura para el 2020 de Literup.
Reto 3. La aracnofobia es un miedo muy común. Haz que tu protagonista la padezca.
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