Comprenderán ahora ustedes por qué es necesario no hacer nada que pueda molestar a otras personas...
Lo cierto es que tenía la consabida costumbre de pasar por casa de la maestra cada jueves por la tarde para entregarle las tareas que no había podido realizar durante la semana. Tengan en cuenta que en los años veinte, pocos pastores estudiaban y yo tenía que llevar el rebaño a los montes a diario, con lo que poco podía aparecer por la escuela del pueblo.
Aquél jueves, aunque era primavera, había nevado y una fina capa de blanca nieve cubría las calles. Soplaba un fresco viento. Pasé por delante de casa de mi amigo Carlos, que hacía poco había cumplido los once años, como yo. Él no pastoreaba, sino que ayudaba a su padre en el campo. Por la ventana de la cocina lo vi leyendo, junto al hogar. Di unos toques en el cristal con los nudillos, para llamar su atención. Me hizo señas para que pasara. La cocina era la estancia más caliente de la casa y me ofreció un vaso de leche caliente. Los cristales de las ventanas estaban cubiertos de húmedas gotitas de agua por la diferencia de temperatura con el exterior.
Sobre la mesa, un tarro de vidrio lleno de terrones de azúcar. Sin pedir permiso, mientras Carlos estaba de espaldas buscando algo, metí la mano en el tarro y cogí tres terrones. Uno fue directo al vaso de leche y los otros dos a mis bolsillos. No me di cuenta de que la madre de Carlos estaba en la puerta, observándome, y desde luego, fue testigo de mi pequeño hurto.
—Buenas tardes, Miguel.... —me dijo con una voz y una expresión en la cara que denotaba que me había pillado.
Di un respingo y retrocedí poco a poco, acercándome sin darme cuenta a la lumbre. La madre de Carlos se acercó a mi, despacio, los brazos en jarras, mirándome a los ojos con expresión severa. De pronto, abrió desmesuradamente los ojos y se abalanzó sobre mi. Pensé que iba a pegarme, pero no, de pronto me vi como envuelto en llamas. La punta de mi bufanda, que llevaba colgando por la espalda, prendió con el fuego del hogar y la madre de Carlos intentaba sofocar las calientes llamas y quitarme la bufanda de encima. En un movimiento rápido y certero, estiró el mantel bordado de la mesa y me cubrió con él. Fue lo que me salvó de morir abrasado. El tarro de cristal con el azúcar se estrelló contra el suelo, el vaso de leche también. Mi amigo Carlos se había quedado paralizado contemplando la escena. Su madre lo hizo reaccionar gritando para que fuera en busca del médico. En el pueblo había un médico, don Matías, que atendía a varias aldeas de alrededor. El mantel bordado quedó chamuscado, parte de mi pelo también. La madre de Carlos, después de que don Matías le asegurara que estaba bien y no había sufrido quemaduras de importancia, se enfadó conmigo, por el azúcar, por el mantel y por el estropicio.
Carlos me acompañó a casa de la maestra y por el camino jugamos a espías. Delante nuestro iba una pareja de novios: Juan y Elisa, que debían tener unos veinte años. Pronto se casarían y esa tarde habían salido a pasear. Los seguimos con disimulo. Lo emocionante era que no se dieran cuenta de que les seguíamos. Iban charlando y riendo. A un punto del camino, Juan se acercó a Elisa y le dio un beso. Ella río y le correspondió con otro. Se metieron en el bosque cogidos de la mano. Carlos y yo, avanzamos escondidos para espiarlos, y en eso que perdí el equilibrio y caí de nalgas en una zarza espinosa. Los gritos que di los oyeron Juan, Elisa y todo el pueblo. Corrieron a ayudarme, descubriendo al instante que les estábamos siguiendo. Juan nos echó una bronca tremenda y nos advirtió que no nos quería ver nunca más a menos de un quilómetro de distancia.
Carlos me ayudó a continuar el camino. Tenía espinas clavadas en todas las nalgas. De hecho, en vez de ir a casa de la maestra, nos dirigimos directamente a casa de don Matías, que mientras me iba sacando las espinas me maldecía por darle tanto trabajo en una sola tarde.
Cuando estuve curado ya era oscura noche y no procedía presentarse en casa de la maestra. Así que volví sobre mis pasos, acompañando a Carlos a su casa y desandé lo andado para subir a la mía, en la ladera.
No bien había llegado a la cerca cuando pensé que podía gastarle una broma a mi hermano Pedro, un año mayor que yo. Me dirigí al establo, donde él estaba recogiendo los enseres, y le esperé fuera, escondido tras un arbusto, en la negra oscuridad. Y cuando salió empecé a gruñir, como si fuera un horrible monstruo. Pensé que le daría un susto, pero lo que recibí fue un buen palo. Sin pensárselo ni un por un instante, me dio una buena tunda hasta que se dio cuenta de que era yo, y no un monstruo, o un lobo.
Tuvieron que llamar a don Matías, el cual vino, pero con un enojo monumental. Mis padres no daban crédito y también me echaron una buena bronca. Además me retiraron la paga durante un mes, para que aprendiera. Y vaya si aprendí, de golpe, ¡y nunca mejor dicho!
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Esta es mi contribución a los 52 retos de escritura Literup 2021. Reto 46: Escribe un relato en el que uses un epíteto cada tres párrafos.
¡Hola! Ah, lo que me ha gustado. Menudo crío, que aprende por las malas nomás xDDD mira que se la ha pasado en el médico. Me ha parecido muy divertido.
ResponderEliminar¡Un abrazo!
¡Gracias, Roxana! Me alegro de que te haya gustado. Hasta la próxima
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