DELFINA

No dependía de él, decidió, complacer al cliente. Aquél multimillonario montado en el dólar desde niño no se impresionaría por ningún objeto lujoso, antiguo o extraño, ya que tenía todo lo que se podía comprar al alcance de la mano.  Robert era un comerciante dueño de la más exquisita tienda de antigüedades de New York. Su selecta clientela estaba formada por potentados y multinacionales de todo el mundo, dispuestos a desembolsar fortunas por objetos únicos, ya fuera por su valor emocional, de coleccionismo o por la excepcionalidad del diseño o los materiales. 

El encargo era ambiguo: el cliente anónimo ofrecía mil millones de dólares por algo que valiera la pena comprar por ese precio. Por supuesto que en su tienda no había nada que llegara ni por asomo a esa cifra.  Debía actuar de intermediario. Si daba con un vendedor que pudiera ofrecer algo realmente único, podría cerrar la transacción entre éste y el cliente anónimo llevándose una buena comisión. 

Desde su apartamento frente a Central Park, Robert llevaba días y noches consultando en la red, llamando a todos sus contactos más fiables en todo el mundo. Inútil, pensó, sin duda el cliente anónimo habría contactado con otros anticuarios de prestigio y probablemente consultado todas las páginas conocidas en Internet. Ese tipo de gente se obsesionaba con la búsqueda del objeto ambicionado y no cejaban en su empeño hasta que lo conseguían. 

Era de noche, la ciudad estaba iluminada y llena de vida. Decidió salir a estirar las piernas para despejarse. Tal vez se le ocurriría algo.  Caminó hasta el puente de Brooklyn, se sentó en un banco observando la luminaria reflejada en las aguas. Le dio vueltas a la posibilidad de conseguir alguna joya rescatada del Titanic, una piedra lunar, un cuadro de Van Gogh o Picasso.... 

Las aguas frente a él se removieron. Algún pez, sin duda. Volvió a sus cavilaciones apurando su cigarrillo. Lanzó la colilla al agua y en menos de dos segundos chocó contra su cara un objeto pequeño y mojado. Se Se sobresaltó, y se pasó rápidamente un pañuelo por la cara, pensando que había sido golpeado por un excremento de pájaro. Maldiciendo, se secó la cara y la humedad de la camisa. Y ahí vio, sobre su pantalón una colilla empapada. Se acercó al borde del muelle para observar con detenimiento las oscuras aguas del East River. De pronto, una enorme cabeza de pez asomó y le escupió un chorro de agua en toda la cara. Robert cayó hacia atrás aterrorizado y se arrastró rápidamente hasta quedar protegido tras el banco donde había estado sentado, sin perder de vista el borde del muelle. ¿Qué había sido aquello? Paralizado, vio como la silueta del enorme pez surgía de nuevo, encaramándose hasta salir del agua. ¡Tenía el tamaño de un ser humano! Permanecía tumbado ante él. La cabeza era de delfín, se distinguía una gran aleta en la espalda, pero tenía una especie de extremidades palmípedas a modo de brazos y su cola no era tal, sino dos piernas, también palmípedas, muy juntas, que lentamente separó para flexionarlas y ponerse en pie. Debía medir metro setenta aproximadamente. Se acercó al banco tras el que intentaba ocultarse Robert, y les tendió la mano, emitiendo un pequeño grito, como si fuera un saludo. Robert se levantó despacio, creyendo que estaba soñando. Aquel ser tenía pechos prominentes y de ellos colgaba una delicada concha que refulgía en destellos de oro y plata. Por su anatomía entendió que ser trataba de una mujer, una mujer delfina. Un híbrido desconocido, único en el mundo. Ella continuaba tendiéndole la mano. Vacilante, Robert le tendió la suya y sus dedos se tocaron. Robert siguió deslizando su mano en la de ella hasta que encajaron perfectamente. La extraña criatura, retrocedió despacio y Robert la siguió, como hipnotizado. Ella saltó al agua, y sin soltar la mano de Robert, lo arrostró con ella hacia las profundidades. Robert luchaba por aguantar la respiración, mientras ella lo llevaba a toda velocidad hacia algún lugar. 

En cuanto recobró el conocimiento, se hallaba en algún lugar deshabitado de la costa. El sol de la mañana le daba en la cara y estaba lleno de algas y de arena. Se incorporó confundido, asustado, no había rastro de la delfina, pero sobre su pecho colgaba la exquisita concha de reflejos de oro y plata que aquél extraordinario ser parecía le había regalado. 

Secó sus ropas al sol y se adecentó como pudo para caminar hasta una carretera, donde paró un auto que lo llevó de vuelta a New York. Ya en casa, observó aquél maravilloso objeto. Aquello sí que valdría doscientos millones de dólares, y a punto estuvo de contactar con el cliente anónimo, pero se detuvo antes de hacerlo. Por nada del mundo, ni por toda una fortuna, podía deshacerse de aquel objeto que le unía a la delfina. De hecho, deseaba más que nada en el mundo, reencontrarla, para hacerle él también un presente, para aprender a comunicarse con ella, lanzarse al mar con ella y protegerla, porque en cuanto el mundo la descubriera, nada podría hacer para protegerla. Cualquier cliente anónimo con el dinero suficiente intentaría comprarla. No lo permitiría. 

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Esta es mi contribución a los 52 retos de escritura Literup. Reto 12: Tu protagonista es una delfina humanoide que pasa la mitad del relato en tierra y la otra mitad en el mar

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