GAIA

En esos días de confinamiento, me encontré durante meses a solas con mis sueños de evasión y aventura.  Todo se detuvo. Súbitamente, había que acostumbrarse, sin transición alguna, a un autoencarcelamiento obligado. Como una adolescente, sentía irreprimibles deseos de saltar la tapia del patio y volar. Esos días de marzo y abril, aquella primavera que se nos robó sin derecho a reclamaciones, hizo un frío insólito. Nevó en buena parte del país, y hubo que encender la calefacción, cuando en circunstancias normales la gente ya hubiera empezado a vestir de manga corta. La madre Tierra nos estaba dando una lección. Evoqué la historia bíblica de las siete plagas de Egipto. Llevábamos dos: la pandemia y las increíbles nevadas. ¿Se seguiría manifestando la naturaleza en contra de la acción devastadora, egoísta e irracional de la Humanidad? ¿Seguirían terremotos, tsunamis, inundaciones...?
Un hecho insólito ocurrió una mañana: al subir la persiana y mirar hacia el patio, distinguí que al fondo, junto al muro, una gran maceta de lavanda se había tumbado. Me extrañó, ya que el temporal a veces abatía las plantas más altas, pero nunca había podido con la lavanda, que quedaba más resguardada.
Antes de salir al patio, encendí la televisión: imágenes de naves llenas de ataúdes, campos de tumbas recién cavadas preparadas para exhumar centenares de cadáveres. En todo el mundo, la muerte se cebaba con la Humanidad. Como siempre, las clases sociales más desfavorecidas eran las más damnificadas, al no tener fácil acceso a la sanidad y en especial a los respiradores. Imágenes del Mar Menor, devastado por grandes inundaciones... la tercera plaga.
Volví a mirar hacia el patio. De nuevo esa sensación de extrañeza. ¿Y si alguien había saltado el muro desde fuera, derribando la maceta al caer? Salí afuera y me dirigí hacia el muro, cubierto de hiedra y tapado por altos olivos, una higuera y varios ficus, se alzaba ante mi, a una distancia de unos quince metros desde la puerta del salón. Al otro lado, un jardín público abandonado a causa del confinamiento. Los niños habían dejado de correr y jugar fuera. Echaba de menos sus gritos y risas, que cada tarde me regalaban al salir de la cercana escuela.
Caminé hacia el fondo del patio, solo se oía el canto de los pájaros. Allí, tras la vegetación, distinguí la silueta de una mujer desnuda que yacía desplomada, boca abajo, semicubierta de una fina capa de nieve... Le di la vuelta, le tomé el pulso, latido débil, llevaba un medallón hecho de madera. Se distinguía un nombre GAIA. La madre Tierra...

Comentarios

  1. La madre tierra parece haber estado dándonos toques, avisos. Pero creo que no la hemos entendido. Hasta los animales invadían las ciudades para recordarnos que no estamos solos. Pero por el suelo quedan los guantes y las mascarillas. Me parece que no hemos entendido nada.
    ¡Cuántos sentimientos comparto con tu relato!
    ¡Hasta la próxima!

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