TRES ROSAS




En mi último viaje a New York, ciudad que me fascina y a la que regreso recurrentemente una vez al año, habitualmente durante las vacaciones de Pascua, decidí tomar el tren a Baltimore, atraída por el deseo de visitar el Walters Art Museum, de contemplar sus edificios históricos y experimentar un panorama de miles de años de arte de todo el mundo. Había reservado una habitación en pleno centro histórico, donde pensaba hospedarme durante un par de días. 
El tren salió de New York por la tarde, a esa hora en que, después del almuerzo, a una le entra cierta somnolencia, con lo que el viaje, de 2:38h, sin demasiadas paradas intermedias, prometía incorporar una siestecita recostada en el cómodo sillón del vagón. Acomodada junto a la ventanilla, en el costado derecho del vagón, a los pocos minutos de partir, con el vaivén y el sonido monótono del tren, entré en un agradable sopor. 
Al rato abrí los ojos. El tren recorría el estado de Maryland. Las vías se perdían en esos vastos parajes, donde podía distinguir a lo lejos abundantes vacas de grandes manchas pastando. Frente a mí, un señor mayor, con apariencia de gentleman, me observaba con aire divertido, a través de unos ojos de un inquietante azul claro. Al fijar mi vista en él, se dirigió a mí señalando al ganado: —¿Sabía usted que la leche es la bebida oficial del Estado de Maryland? Una vaca produce unos ocho litros de leche al día.
Me sorprendió que se dirigiera a mi. No estoy acostumbrada a familiaridades con desconocidos. Hice un leve gesto con la cabeza, como indicando que no lo sabía y volví la vista hacia la ventanilla, para darle a entender que no tenía intención de continuar con la conversación. 
No dijo nada más, lo cual agradecí. Al llegar a Baltimore, se levantó, me saludó con una leve inclinación de cabeza y se dirigió a la puerta del vagón. Permanecí unos instantes en mi asiento, recogiendo mi pequeña maleta y mi bolso. Cuando salí del tren, no había ni rastro del caballero. La tarde estaba cayendo y hacía bastante frío. El taxi me llevó directamente al hotel, donde pude acomodarme con tranquilidad antes de la cena. 
Encendí el televisor y, tras cambiar de canal varias veces, me quedé atrapada por un documental sobre el Museo del Louvre. Me interesaba el arte desde que era joven, y aunque me licencié en Historia General, solía profundizar en el estudio de las manifestaciones artísticas de cada época. La imagen de la impresionante escalinata del Louvre presidida por la Victoria de Samotracia me fascinó. Esculpida en mármol de los acantilados de la isla de Paros, de 5,75 metros de altura y 29 toneladas de peso, fue recuperada en 1875 en el mar Egeo, como parte del Santuario de los Grandes Dioses de isla de Samotracia. Desde entonces, esta diosa de la victoria desplegaba sus alas de enigmática belleza ante los visitantes del Louvre.
La primera vez que estuve en París, recién cumplidos los dieciocho, no pude reprimir la emoción. Me invadió por un instante un estado físico y mental que años más tarde identifiqué sin lugar a dudas con el llamado Síndrome de Stendhal, caracterizado por una sensación de mareo y palpitaciones debida a la exposición a altas dosis de belleza. Habían pasado muchos años. Ya era un mujer madura, entrada en la cincuentena, y lo que ahora me invadía era una sensación de vértigo al mirar atrás y ser consciente del paso de los años, en todos los sentidos. 
Decidí que lo mejor era bajar a cenar, ya que mi estómago estaba vacío desde la hora del almuerzo, frugal, en la estación de tren, en New York. 
Al día siguiente me dirigí al Walters Art Museum. Me interesaba especialmente el edificio de One West Mount Vernon Place, la Hackerman House, una elegante casa adosada de principios del XIX. Deposité en el guardarropa mi abrigo y comencé mi recorrido por las salas dispuesta a contemplar las magníficas obras que componen la colección Walters.
En la biblioteca, unas vitrinas exponían una muestra de manuscritos medievales. Me encontraba admirando un ejemplar del Libro de Horas, del siglo XIII, cuando una voz a mi lado me sobresaltó: —Absolutamente genial. El medievo fue una época oscura y llena de misterios. ¿No le parece, señorita?
Al volverme, me sorprendió reencontrarme cara a cara con el hombre del tren. Tan elegante com el día anterior, me había llamado “señorita”. Una galantería, teniendo en cuenta mi edad, tan avanzada como la suya. Ante mi asombro, se presentó: —Willard Hackerman, para servirla. Mi familia fue propietaria de esta magnífica casa hasta 1984, año en que mi padre decidió donarla a la ciudad de Baltimore para convertirla en este excepcional museo. Para mi sería un gran honor acompañarle en esta visita....
Atónita, balbuceé: —Gracias, soy Maria Vargas, española.
Con una amable sonrisa, anduvimos juntos entre los libros y al salir de la biblioteca nos dirigimos a la gran escalera de caracol bajo una gran claraboya que conducía a la planta superior, donde nos esperaba la colección de arte.
Antes de iniciar el recorrido, desde la sala principal accedimos a la gran balconada con espectaculares vistas a la plaza Mount Vernon. Mr. Hackerman me explicó parte de la historia de la ciudad, y logró que imaginara cómo debía ser aquella plaza a mediados del XIX, con coches de caballos recorriendo el perímetro, y señoras de la alta sociedad paseando con sombrero y parasol. 
—¿Sabía usted que en Baltimore murió Edgar Allan Poe? Fue un 7 de octubre de 1849. Su muerte todavía está rodeada de misterio. Se dice que desde hace siete décadas, cada 19 de enero, coincidiendo con el aniversario de su nacimiento, entre la medianoche y las cinco de la mañana, un hombre con abrigo largo y bastón de empuñadura dorada deja tres rosas y una botella de coñac semi vacía junto a su tumba. Los pocos que lo han visto, cuentan que se tapa la cara con un sombrero y una bufanda blanca. Precisamente mañana es 19 de enero… En fin, su nombre es un misterio. La única persona que dijo saber su identidad murió sin revelar el secreto. Escalofriante, ¿no cree? 
Aquel hombre me inquietaba y atraía al mismo tiempo, parecía surgido de otra época. Su traje impecable, sus zapatos relucientes, sus abundantes y ondulados cabellos grises, a modo de dandy del XIX, y sus dientes, perfectos, le daban un aire aristocrático y misterioso. 
Continuamos con la visita, conocía todas las obras y de todas ellas podía contarme alguna anécdota, sobre el autor o sobre la propia obra.
Al llegar a la sala de arte japonés, quedé prendada de una escultura de madera datada en 1915, del artista nipón Yoshida Hömei. Representaba a una joven, casi niña, vestida con unas ropas sencillas, sentada y sosteniendo en su regazo un utensilio de campo, circular, parecido a un cedazo para cribar la harina. Mr, Hackerman me contó que la figura, llamada Arayori, de unos 60 cm, revelaba la nostalgia idealizada de la vida rural después de un periodo de rápida modernización y agresividad internacional que a principios de siglo XX experimentó el país del Sol Naciente. —Si Hömei viviera en estos tiempos, tal vez hubiera esculpido una niña junto a un robot. Japón es un país de contrastes, el respeto por la tradición perdura junto a la más avanzada tecnología. 
Me invitó a almorzar en el restaurante del Museo, y acepté con gusto. Continuamos hablando de arte y después de comer me acompañó hasta mi hotel. Al despedirse, se inclinó caballerosamente y me dijo: —Mañana podríamos continuar visitando Baltimore. Tal vez le interese conocer la tumba de Poe.... —Serà un placer Mr. Hackerman. 
Subí a mi habitación y desde mi ventana lo busqué. Estaba cruzando la plaza. Se detuvo en una floristería, en la esquina, compró tres hermosas rosas rojas, y se alejó...


Comentarios

  1. Dulce encuentro causal, ¿Cómo acabará la historia entre ellos?
    Me ha gustado tu relato. Nos leemos!

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